El presidente electo superó a Alejandro Guillier con holgura en la Araucanía. En Ercilla, epicentro del conflicto en los últimos años, Piñera ganó en primera y segunda vuelta, al igual que en el resto de una región que prefiere votar derecha al menos desde 1988.
Los resultados de la elección presidencial son claros; La Araucanía es una región de derecha. O cuando menos que vota mayoritariamente en las presidenciales por dicho sector político. Así lo demuestra el contundente 62,40% que obtuvo Sebastián Piñera en segunda vuelta y una tendencia histórica que solo varió en el balotaje de 2013 cuando –sorpresivamente- Michelle Bachelet derrotó a Evelyn Matthei. Pero la excepción solo confirma la regla. La Araucanía es una región de tradicional voto conservador.
¿A qué se debe este fenómeno? Permítanme aventurar una posible respuesta.
La Araucanía es una región de propietarios de tierras, dueños de fundos, granjeros y activas colonias también vinculadas al rubro agropecuario, un voto conservador que difiere mucho de otras regiones más industrializadas, con activos sindicatos y mayor diversificación en sus gremios productivos. La derecha regional es heredera de una cultura agraria que en otras zonas del país está en vías de extinción. No es menor que sea Renovación Nacional (de raigambre terrateniente) y no la Unión Demócrata Independiente (de raigambre Chicago Boys) el partido de mayor peso y relevancia.
La Araucanía es también la región más pobre y con mayor desempleo de Chile. Lo es desde hace medio siglo y no pocos relacionan este rezago con su decimonónica matriz productiva; ayer el “Granero de Chile”, hoy vivero forestal de monocultivos al aire libre. No hablamos de Silicon Valley. En simple, una zona de sacrificio, de empleo precario y estacional, donde el discurso pro-inversiones, pro-crecimiento y pro-empleo de la derecha logra conectar con aspiraciones de una “inmensa mayoría”. ¿Quién mejor para dirigir el país y sacarnos de la pobreza que un empresario multimillonario, un eficiente y magnífico gerente?
La Araucanía es la región más pobre de Chile. Y mucha responsabilidad en ello tiene la propia elite política regional, la de centroizquierda que nos gobierna y la de oposición que se apresta a hacerlo por segunda vez en menos de una década. Es algo que poco se transparenta en el discurso.
La Araucanía es también una región donde una altísima población profesa algún credo religioso, un voto en sintonía con la agenda valórica que la derecha más dura defiende a rajatabla. Hablo de aquella derecha “cavernaria” retratada por Mario Vargas Llosa. Pasa con el voto católico y también con el evangélico. Según la Encuesta Nacional Bicentenario de la Universidad Católica y Adimark (2014) el 16% de los chilenos adhieren a este credo. La Araucanía ocupa el tercer lugar del país con 193.660 evangélicos censados, en su mayoría campesinos y población urbana pobre. Importantes políticos de derecha profesan además dicho credo.
Y existe, por supuesto, el “factor mapuche”.
No hablo del voto mapuche, irrelevante en la tendencia regional al ser minoría demográfica (31% según INE 2012). Me refiero a una campaña que se caracterizó por azuzar el miedo vernáculo de su población al denominado “conflicto indígena”, remozada versión del “cinturón suicida” que aterrorizaba a los habitantes del Temuco en los años cuarenta. ¿En qué otra región del país se oyó hablar de “Estado de Sitio” y fuerzas militares patrullando los campos? En La Araucanía fue el discurso tanto de José Antonio Kast como de su sobrino Felipe, el senador electo de Evópoli. Y el miedo, lo sabemos, mueve montañas. Y también votantes a las urnas.
La Araucanía es la región más pobre de Chile. Y mucha responsabilidad en ello tiene la propia elite política regional, la de centroizquierda que nos gobierna y la de oposición que se apresta a hacerlo por segunda vez en menos de una década. Es algo que poco se transparenta en el discurso público; las culpas de ambos bloques en el atraso regional. Es más cómodo culpar al centralismo. O a los mapuche, los benditos sospechosos de siempre. Tras veinte años de conflicto y grados de violencia que lejos de amainar, empeoran, cualquier escenario apocalíptico (o promesa de cambio) puede ser asumido como verdad en este imaginario regional, agrario, pobre y creyente. Ya vemos que el combo funciona.
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