Claudio Gay, el célebre sabio francés del siglo XIX, recogió para su monumental obra "Historia física y política de Chile" el testimonio de testigos presenciales del parlamento de 1825. Al cumplirse doscientos años de aquel hito publicamos parte de su relato.
La muerte de [Juan Antonio] Ferrebú [cura de Rere, guerrillero realista español desde 1813] y sobre todo la de [Juan Manuel de] Pico [coronel del bando realista] habían llevado el pánico al corazón de los indios realistas enervados por lo demás en una lucha tan larga y ruinosa. No pudiendo confiar ya más en los jefes cristianos que, con grande escándalo de su fidelidad, se vendían así los unos a los otros por una y otra parte, y viéndose además en la imposibilidad, no solo de atacar, sino, lo que es aun más grave, de poder defenderse, decidieron rendir las armas y todas las reducciones se dieron gran prisa en mandar mensajeros que en su nombre concertasen la paz [con las tropas chilenas]. El mismo [Francisco] Mariluán, catequizado hacia muchos meses por el lenguaraz general Rafael Burgos, mantenía correspondencia secreta con el intendente de Concepción [Juan de Dios] Rivera y con [Pedro] Barnachea [coronel, comandante de la Alta Frontera]. Aún antes de la muerte de Pico había recibido una embajada de Barnachea para entrar en negociaciones de paz, en la cual le indujo a pedirle a cuatro de sus principales caciques, a fin de que se entendieran con él y dejaran estipulados los preliminares de costumbre.
Mariluán aceptó las proposiciones de Barnachea y le envió los caciques Pedro Antinao de Collín, José Leviluán de Pinguen, Futalicán de Collico y Maripil de Quechereguas. Barnachea los recibió [en su comandancia de Yumbel] con todos los honores debidos a su cargo y al toque de tambores y salvas de artillería, pasando por delante de las tropas formadas en línea de batalla, se presentaron al comandante general de la frontera, que los esperaba en su alojamiento. Después del abrazo en tales circunstancias usado entre los araucanos, le anunciaron que venían de parte de Mariluán autorizados por éste y demás caciques Gobernadores para oírle y entrar en tratados, [en el] supuesto que estaba facultado por su Gobierno. Barnachea les contestó que tenía la autorización necesaria y el siguiente día, en una reunión oficial, se esforzó en hacerles comprender todas las ventajas que alcanzarían separándose de los españoles, quienes abusando de su credulidad los arrastraban a luchas cuyos únicos resultados no eran otros, sino la completa ruina de sus posesiones y el sacrificio de millares de familias. Los caciques gobernadores, dando calurosas muestras de aprobación al razonamiento de Barnachea, manifestaron hallarse decididos a poner término a la sangrienta lucha y que este acto de inmenso interés debía ser tratado en un parlamento reunido al efecto en Tapihue [sitio de anteriores parlamentos coloniales]. Como prueba de sus buenas intenciones dejaron de rehenes a varios ulmenes, entre quienes se encontraba un hijo de Mariluán, y Barnachea dispuso que a su regreso [al sur del Biobío] los acompañaran cuatro de sus capitanes.
Después del abrazo en tales circunstancias usado entre los araucanos, le anunciaron que venían de parte de Mariluán autorizados por éste y demás caciques Gobernadores para oírle y entrar en tratados, [en el] supuesto que estaba facultado por su Gobierno. Barnachea les contestó que tenía la autorización necesaria.
Al punto se comunicaron las órdenes necesarias para la preparación del sitio consiguiente y el 30 de diciembre de 1824, los centinelas de avanzada anunciaron el arribo del gran antagonista, acompañado de 60 caciques gobernadores y 230 mocetones, pidiendo permiso de entrar en el campamento con toda la comitiva. Barnachea se adelantó como unas 20 cuadras en el centro de sus tropas, desplegadas en línea, y después de haber tremolado [enarbolado] una bandera blanca, con uno de sus oficiales se la mandó a Mariluán, quien a cambio le remitió la que él también traía. Entonces éste, acompañado de sus principales caciques, se aproximó a la división y juntos, según la costumbre, dieron cuatro carreras en círculos [awun] gritando: ¡Viva la paz, viva la patria, viva la unión!, mientras que los caciques que habían quedado de rehenes y 12 de sus mocetones, sable en mano, corrían delante de las filas exclamando: Ya! Ya! Ya! como en señal de alegría. A la conclusión de esta ceremonia, animada por los chivateos [afafán] o gritos de los indios, el estruendo de los tambores y trompetas, y el estrépito de la artillería, los nobles campeones, Mariluán con 20 caciques y Barnachea con 12 oficiales, salieron de sus filas para darse los saludos y abrazos exigidos por la costumbre. Antes de separarse, Mariluán, lleno de la mayor efusión, dijo: “Gracias a Dios que llegó el día en que habíamos de abrazarnos y conocernos, pues hace tres años que solo nos tratamos por cartas”.
Al segundo día, esto es, el 1 de enero de 1825, todos los caciques se reunieron en una cabaña preparada para celebrar las conferencias que tuvieron lugar tres días seguidos y en las cuales Mariluán, como representante de todas las reducciones confederadas, tomaba asiento al lado de Barnachea. Este fue quien, usando la palabra antes que ninguno, les hizo comprender la ventaja de aquellas paces, mucho más provechosas para ellos que para la República de Chile, libre ya de la tiranía española, puesto que todavía eran el juguete de sus maldades y de su codicia. Les habló también del valor histórico de sus abuelos, citándoles las campañas en que habían ilustrado el nombre araucano, no pudiendo comprender cómo [Vicente] Benavides [caudillo realista], Pico y tantos otros, al refugiarse en su territorio, no hubieran sido objeto de sus odios por los desastres que habían ocasionado y de los cuales nadie sino ellos eran la causa.
Atendidos todos estos motivos, les exhortó a unirse estrechamente con la patria, seguros de encontrar en aquella natural y legítima unión un bienestar superior y las ventajas de una civilización que les haría apreciar mejor todavía el mérito de aquella libertad de que tan celosos se manifestaban. Mariluán respondía por señales de aprobación a todo cuanto Barnachea les decía y luego, dirigiéndose a sus caciques, no le costó gran trabajo convencerlos de la necesidad de aquel tratado, cuyos artículos, minuciosamente discutidos por ambas partes, quedaron por fin sancionados el 7 de enero de 1825.
Este tratado, entre otras cosas, admitía que la línea divisoria [la frontera] sería el río Biobío, a excepción de las localidades de la frontera meridional antiguamente habitadas por chilenos; que todos los indios serían tratados como ciudadanos de la República de Chile, gozando de las prerrogativas, gracias y privilegios que les correspondían [en los hechos, un régimen autonómico dentro del Estado], con el derecho a ir a instruirse en las escuelas del referido Estado a expensas del Gobierno; que todos los oficiales y soldados enemigos y los prisioneros que tuviesen los indios serían liberados antes de 15 días, no pudiendo permanecer en la Araucanía ninguno que fuese cristiano; que en caso de guerra con el extranjero, se prestarían mutuo apoyo y que los ladrones serían juzgados con arreglo a las leyes y costumbres establecidas en cada una de las distintas localidades donde el robo hubiera sido cometido.
Este tratado, entre otras cosas, admitía que la línea divisoria [la frontera] sería el río Biobío, a excepción de las localidades de la frontera meridional antiguamente habitadas por chilenos; que todos los indios serían tratados como ciudadanos de la República de Chile, gozando de las prerrogativas, gracias y privilegios que les correspondían [en los hechos, un régimen autonómico dentro del Estado].
Para consagrar este tratado se hizo intervenir a la religión y se vio a un salvaje, al formidable Mariluán, hincarse de rodillas teniendo entre ambas manos un crucifijo [...] Todos los demás caciques juraron de la misma manera y el día siguiente fue dedicado a diversos actos de regocijo. Los soldados de Barnachea se reunieron en la plaza y formaron un cuadro en cuyo centro la oficialidad toda, el afecto reunida, entonó himnos a la libertad, así como también los caciques de la misma manera cantaron otros himnos en su propia lengua, mientras que las mujeres, hijas y demás circunstantes, al son del cultrún, pifilca y acompañados de incesantes salvas de artillería, bailaron su danza de costumbre [purrún].
La ceremonia terminó con la quebradura de las armas como señal de unión y fin de la guerra. Dos cabezas de los cuatro Futalmapus, Collico, Angol y la costa procedieron a ello, saliendo primero Mariluán a clavar su sable en tierra y volviendo a tomar de la línea dos mocetones, les ordenó sacarlo y que lo quebrasen. Lo mismo ejecutaron los otros dos y el último sable, para el número cuatro, fue el de Barnachea, quien después de haberle fijado en tierra ordenó que dos de sus oficiales hicieran lo mismo que ellos. “Después de la rotura de sables todos los jefes levantaron sus sombreros, agitándolos en el aire al grito mil y mil veces repetido de ¡Viva la unión! ¡Viva la libertad”.
Otra de las consecuencias de este parlamento fue la de obtener la reconciliación entre los caciques enemigos, dando al olvido, por medio de un abrazo, sus odios y rencores particulares, y al efecto juráronse conservar en adelante una amistad sincera. Aprovechando aquel momento de tierno entusiasmo, Pinoleo pidió que todos los caciques y mocetones prisioneros en poder de Mariluán les fuesen entregados y éste, llamando a cada uno por su nombre y según el orden de edad de los que allí se hallaban presentes, los tomó de la mano y uno a uno los fue llevando a Barnachea, para que el mismo los devolviese. Este acto fue conmovedor para cuantos lo presenciaron y sobre todo para los oficiales que no esperaban tan tierna reconciliación.
Conforme a un artículo del tratado [N°9], al día siguiente cuatro caciques, acompañados de D. Santos Saavedra y del presbitero D. Pedro José Pantojo, partieron para el interior de las tierras, a fin de recoger a todas las familias que allí estaban retenidas por la fuerza o voluntariamente refugiadas. Un cierto número de ellas aceptó el beneficio, pero las otras huyeron a vivir en la reducción de Mañil[wenu], único cacique, sin contar con los pewenches, que por odio hacia Venancio [Coñuepán] y Colipi no quiso someterse y quien, por su valor y el gran prestigio de que gozaba en toda la Araucanía, iba a sostener todavía algunos años más aquella guerra brutal y sangrienta.
Fuente: “Historia física y política de Chile”. Tomo Octavo: Historia. 1871. Páginas 291-306.
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