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  • Foto del escritorPedro Cayuqueo

La manta de San Martín

Un texto para trabajar en clases. Un pedazo de aquella historia no contada en las aulas de Chile y que bien podría educar a las nuevas generaciones en el respeto al otro. En el respeto a sus ancestros.



Comenzó el año escolar en Chile y nuevamente volvemos a lo mismo. Que poco se enseña en las escuelas de historia mapuche. Un poco de la Guerra de Arauco, otro tanto de la ocupación de la Araucanía (ya no le llamán “pacificación”, enhorabuena) y paremos de contar. Nada, por ejemplo, de la cercanía de los padres de la Patria con nuestros ancestros. Permítanme contarlo. Hacia 1814, cuando la república daba sus primeros pasos, sus líderes no buscaban su reflejo en Europa; lo hacían en el sur mapuche y sus gestas. Responsable de ello fue la necesidad urgente de una épica propia para combatir a la corona española.

Fue así como el poema La Araucana y sus héroes se transformaron en el perfecto abono para el nacionalismo criollo. Un revelador testimonio de ello es el que entrega Francisco Antonio Pinto, abogado, militar y presidente de la República de Chile entre 1827 y 1829. Pinto —nacido en 1785, en la víspera del movimiento emancipador— traza en una reveladora página autobiográfica la influencia de los mapuche en su formación. ¿En qué circunstancias surge, entre los hombres de su generación, el sentimiento nacional y el amor al terruño patrio? Pinto recuerda en sus memorias que "a los diecinueve años leer La Araucana hizo despertar en mi corazón el amor patrio y un vago conato por la independencia”.

Bernando O´Higgins, José Miguel Carrera y Manuel Rodriguez fueron otros tres fervientes admiradores de la “raza araucana” y su indómito apego al suelo de sus ancestros. Pero no solo el carácter guerrero maravilló a los próceres de aquel tiempo. También lo hizo el “buen gobierno araucano”, las normas democráticas del Az Mapu, “más perfectas que las de las repúblicas de Europa” según expresó el destacado político federalista José Miguel Infante, miembro de la Junta de gobierno de 1813 y ministro de Hacienda de O’Higgins en 1817.

Lo mismo sucedió con las virtudes cívicas de la sociedad mapuche, ensalzadas en la prensa por el jurista y escritor chileno-peruano Juan Egaña, uno de los intelectuales más influyentes del proceso independentista. Egaña participó del Cabildo de 1811, en la redacción de la Constitución Política de 1823 y fue uno de los impulsores —junto a Camilo Henríquez y Manuel de Salas— de la fundación del Instituto Nacional y la Biblioteca Nacional. Hombre de Estado y servidor público, destacaría en las letras, la política y la educación, siendo uno de los máximos promotores de la virtud cívica que debía caracterizar a la joven nación chilena.

Para Egaña estas virtudes no eran otras que aquellas cultivadas por los mapuche desde hacia siglos: su innegable amor a la libertad, apego a la tradición y los valores familiares, y su rechazo a cualquier tipo de tiranía. “¿Qué son los semidioses de la Antigüedad al lado de nuestros araucanos? El Hércules de los griegos, en todos sus puntos de comparación, ¿no es notablemente inferior al Caupolicán y al Tucapel de los chilenos?”, llegó a escribir el intelectual.


Hoy sabemos que aquella posibilidad de una república pluriétnica, respetuosa de su origen y mimetizada con sus pueblos originarios, finalmente no prosperó. Al final el proyecto de Estado-nación chileno que se impuso en la segunda mitad del siglo XIX decidió no incluir a los mapuche.

Pero no solo ellos. Al otro lado de la cordillera, el propio José de San Martín, comandante del Ejército Libertador de los Andes, mantuvo buenas relaciones con los mapuche cordilleranos a quienes conoció y con quienes parlamentó en dos ocasiones en 1816. La primera vez en septiembre en el Fuerte San Carlos, unas treinta leguas al sur de Mendoza, y luego a fines del mismo año en el campamento Plumerillo del Ejército de los Andes, en plenos preparativos militares para el histórico cruce de la cordillera.

Fue en esta junta donde San Martín habría dicho a los lonkos su famosa frase “Yo también soy indio”. “Debo pasar los Andes por el sud pero necesito para ello licencia de ustedes que son los dueños del país”, consta les dijo el prócer argentino. “Los plenipotenciarios araucanos, fornidos y con olor a potro, irrumpieron luego en alaridos y aclamaciones al indio San Martín a quien abrazaron”, cuenta en sus memorias Manuel Olazábal, militar que formaba parte del Ejército Libertador y que fue testigo presencial de la junta.

“Los dos parlamentos fueron acompañados de ceremonias, rituales y demás celebraciones que duraron días enteros. San Martín compartió con los pewenche el sentarse en círculo a la usanza indígena, mirándose la cara entre todos. Lo que sucedió en esos encuentros lo sabemos de su propia pluma; está escrito en sus memorias”, cuenta el historiador Carlos Martínez Sarasola, autor del libro “La Argentina de los caciques”.

No se trató de una junta por cumplir, como a menudo sucede con las autoridades en nuestros días. Los lazos estrechados fueron profundos y dieron origen a una de las frases más recordadas del prócer trasandino: “Si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar; cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y si no, andaremos en pelotas como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa nada. La muerte es mejor que ser esclavos”.

En el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires se conserva hasta el día de hoy una prenda excepcional que perteneció a José de San Martín. Y que le fuera regalada en ocasión de aquellos parlamentos con los pewenche. Se trata de un elegante makuñ o manta de hermoso diseño, blanco-azulado, decorado con los símbolos sagrados de la cultura mapuche. Aquel bello regalo era sin duda una prueba de la alta consideración que los lonkos tenían de su persona. Y también de su investidura como jefe de una nación. Era además un verdadero salvoconducto para transitar por el Wallmapu independiente.

Hoy sabemos que aquella posibilidad de una república pluriétnica, respetuosa de su origen y mimetizada con sus pueblos originarios, finalmente no prosperó. Al final el proyecto de Estado-nación que se impuso en la segunda mitad del siglo XIX decidió no incluir a los mapuche. Todo lo contrario, el gran esfuerzo chileno de aquel período fue combatir y arrinconar a nuestros bisabuelos, despojarlos de sus tierras y -de ser necesario, como proponía El Mercurio en 1859- “encadenar o destruir en el interés de la humanidad”. Aquel es el Chile que heredamos y que todos debemos cambiar.




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