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  • Foto del escritorPedro Cayuqueo

Un viaje al lado B de Noruega

Según la ONU, Noruega es uno de los países más felices del mundo. Modelo de democracia y energías renovables, la tierra de Erling Haaland esconde un presente que pocos honores rinde a su propia historia.



¿Cuál es el mayor orgullo de Noruega?, pregunto a mi anfitrión mientras cenamos salmón en la terraza de su departamento del barrio Valle-Hovin, al este de Oslo. No, ya no son los salmones, me aclara sonriendo. “Hoy el mayor orgullo nacional es Erling Haaland”, comenta. No se equivoca. Todo en Oslo gira en torno a la figura del hábil delantero del Manchester City, la nueva joya del fútbol mundial. Nacido en Inglaterra, pero más nórdico que Ragnar Lodbrock, su imagen vende desde ropa deportiva a seguros de vida, desde bienes raíces a souvenirs para turistas. Es el nuevo héroe nacional noruego y razones créanme que sobran. En su primera temporada con los citizens ya ha sido campeón de la Premier League, FA Cup, Champions League y Supercopa de Europa, además de nominado por la FIFA –junto a un tal Leonel Messi– al premio The Best. Nadie duda por estos lados que el Balón de Oro debiera ser suyo. Del vikingo, como le llaman.

Curioso caso el de Noruega y el fútbol. Junto a Haaland, solo Ole Gunnar Solskjaer, figura del Manchester United en la década de los noventa, ha destacado en serio a nivel mundial. Dos jugadores en tres décadas, lejos de lo que sucede en el hielo y la nieve donde hace años sus deportistas lideran el medallero de los Juegos Olímpicos de Invierno. Sí, a los noruegos les gusta el fútbol, aunque al fútbol pareciera no gustarle mucho los noruegos. Pero esto último poco y nada les quita el sueño. A pocas cuadras de donde estoy alojado, el Intility Arena, estadio del popular club Vålerenga, se repleta de hinchas los fines de semana, lo mismo las canchas de su complejo deportivo. También sus bares, que recomiendo. Ya lo dice la letra del himno noruego: No somos muchos, pero somos los suficientes. Y vaya si son pocos, apenas 5,3 millones de habitantes, menos que la población de Santiago.  

¿Y cuál es la mayor vergüenza?, pregunto a continuación. “Lo que hicieron con el pueblo Sami”, responde sin dudarlo. Los Sami son el último pueblo indígena que habita en Europa. Lo hace en las zonas más septentrionales de Noruega, Finlandia, Suecia y noroeste de Rusia, y su población se calcula en 100 mil habitantes. Mal llamados lapones, un término despectivo, durante siglos fueron víctimas de discriminación y violaciones de sus derechos humanos, incluyendo la conversión forzada al cristianismo, segregación escolar y un ataque racista a su lengua e identidad cultural. No pocos hablan de un genocidio producto de las esterilizaciones forzadas a que fueron sometidas las mujeres de dicho pueblo en la década de 1920. “En los internados escolares los niños eran obligados a olvidar su idioma y sus costumbres, debían volverse noruegos, suecos, finlandeses. Cuando regresaban donde sus familias eran extranjeros en su propia tierra”, comenta mi anfitrión.

Reconocidos en Noruega desde 1989 y con un parlamento propio de 39 representantes electos, los Sami han debido batallar para que sus derechos sean respetados y su historia de abusos reparada. Un paso en esa dirección la dio el propio estado en junio de este año, al presentar el informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación sobre cómo se trata a las minorías en Noruega. Nombrada en 2018, trabajó cinco años en un estudio histórico de la política estatal, examinó los efectos del colonialismo cultural y lingüístico, y propuso medidas de reparación. El informe completo, por más de treinta horas, se leyó en voz alta en el Teatro Nacional de Oslo, ceremonia transmitida en vivo por la televisión y la radio pública. Conmovió a todos por la crudeza de los testimonios. “Puede resultar tentador y más agradable mirar hacia otro lado, pero no podemos permitirnos huir de lo desagradable y vergonzoso de nuestra historia”, señaló en la ocasión la presidenta del Parlamento Sami, Silje Karine Muotka. Sabias palabras, tanto que las supongo imposibles en Chile.


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Hacerse cargo de los horrores del pasado para sanar las heridas del presente y así proyectar, como estado, un mejor futuro para todos sus ciudadanos. Es lo que nos parecieran enseñar desde estas tierras. También que el camino al infierno está plagado de buenas intenciones. Es lo que me comenta Katri Somby, periodista e historiadora Sami con quien comparto un panel sobre pueblos indígenas en una sindical del centro de Oslo. Su opinión sobre el trabajo de la Comisión varía entre el optimismo de la voluntad y el escepticismo propio de su trabajo como comunicadora. “Veremos qué sucede”, me dice. Para ella es una noticia en desarrollo. Autora junto a otros investigadores del libro Samenes Historie fra 1751 til 2010 (Historia Sami desde 1751 a 2010), su voz aquí es respetada. También su historia familiar, directamente relacionada con las luchas de su pueblo. “Uno de mis tíos fue acusado de terrorista en los ochenta y terminó escondido entre las tribus indígenas de Canadá”, me cuenta. “Sí, aquí también nos han acusado de esas cosas, como a ustedes los Mapuche en Chile”, agrega sonriente. Katri se refiere a Niillas Aslaksen Somby, destacado activista y gestor cultural Sami cuya historia daría para más de una película.




A fines de los setenta Niillas junto a otros activistas protagonizaron el primer acampe Sami en la céntrica Plaza Eidsvollsen frente al Parlamento de Noruega. La acción fue en protesta contra el megaproyecto hidroeléctrico del río Alta en la provincia de Finnmark, al norte del país, y que amenazaba varios poblados además de zonas de pastoreo de renos de los Sami. “Fue el primer gran conflicto que tuvo impacto en los medios y cobertura a nivel europeo. Nos volvimos visibles ante el mundo”, cuenta Katri. El conflicto, situado en el corazón del territorio Sami, en la zona fronteriza con Finlandia y Rusia, escaló rápido. Miles de personas se involucraron, estudiantes, sindicatos obreros, ambientalistas, de todo. El acampe pronto dio pasó a una histórica huelga de hambre y a multitudinarias protestas en la zona de conflicto. También al mayor traslado de tropas policiales en la historia de Noruega. Y luego, en 1982, cuando la Corte Suprema dio definitiva luz verde al proyecto, a un intento de sabotaje con explosivos de un puente. En aquella emblemática lucha su tío fue protagonista central. También del sabotaje. Su participación fue bastante difícil de ocultar: se voló parte de un brazo en el intento.


A fines de los setenta Niillas junto a otros activistas protagonizaron el primer acampe Sami en la céntrica Plaza Eidsvollsen frente al Parlamento de Noruega. La acción fue en protesta contra el megaproyecto hidroeléctrico del río Alta en la provincia de Finnmark, al norte del país, y que amenazaba varios poblados además de zonas de pastoreo de renos.

“Fue arrestado, acusado del atentado y arriesgaba varias décadas en prisión”, me cuenta su sobrina. Tras permanecer encarcelado medio año, Somby escapó de las autoridades y terminó refugiado, junto a su familia, entre las tribus indígenas de Canadá. Dos años y tres meses después de la fuga y tras ser deportados, Somby y su familia estaban de regreso en Noruega. Y él, como ya sospecharán, tras las rejas nuevamente. Su caso se volvió emblemático para la lucha de los Sami, tanto en Noruega como en los países vecinos. “Fueron años de mucha solidaridad y organización de nuestro pueblo, de mucho activismo, de un verdadero despertar”, agrega Katri. Las protestas en su favor hicieron que la acusación se redujera a destrucción de propiedad pública y almacenamiento ilegal de explosivos. Fue condenado a un año de prisión, pero pronto saldría en libertad. “Cuando las huelgas de hambre, las discusiones o las manifestaciones no sirven de nada, es sólo un lenguaje que las autoridades entienden. Es su propio idioma”, declaró Niillas años más tarde y a modo de defensa. El puente que intentaron volar, Øvre Stilla, fue años más tarde rebautizado Sombybrua por los Sami: el puente de Somby.

El conflicto de Alta marcó un antes y un después. Aún hoy Alta es un concepto que evoca tiempos difíciles. Y una herida que no sana. Fue, por lejos, el mayor estallido de desobediencia civil que ha vivido la plácida y a ratos bucólica Noruega. Y tuvo sus consecuencias. Tanto el reconocimiento de los Sami por parte del estado, como el logro de un parlamento propio datan de aquella época. Alta fue la semilla. “No fue un regalo del estado, fue el fruto de nuestras luchas”, subraya Katri mientras nos dirigimos a la plaza donde su pariente se volvió célebre. No les había contado: mientras caminamos por Karl Johans, la calle principal de Oslo, rodeados de vitrinas de Zara, Gucci y otras sofisticadas marcas de moda, ella viste su traje tradicional. Este lleva los colores de la bandera de su pueblo: rojo, azul, amarillo y verde. Y, créanme, lo hace con orgullo. No es la única, me cuentan. Muchos Sami urbanos, que estudian o trabajan en la capital, marcan de esta forma su presencia. Algo impensado en la época de sus padres y abuelos, víctimas de la noruegización forzada y el racismo.




En la plaza, como un deja vu de los años ochenta, nos espera otro acampe Sami, uno protagonizado por un solitario y joven activista. Su nombre, Mihkkal Hætta. El pasado 11 de septiembre instaló un lavvo (tienda tradicional Sami) a escasos metros del Parlamento y no se movió más. Su protesta, que atrae tanto a grupos de solidaridad como a uno que otro turista despistado, busca que el gobierno cumpla sus leyes. Tal como lo leen. “Es por el conflicto en Fosen”, me explica Katri. Si ayer fue una central hidroeléctrica, hoy trata de parques eólicos, más 150 generadores instalados entre 2016 y 2019 en la península de Fosen, 530 kilómetros al norte de Oslo. “Es un proyecto que afecta tierras de pastoreo de renos, una actividad económica tradicional de los Sami”, agrega. En 2018 y a tras una denuncia del Consejo Sami, el Comité Contra la Discriminación Racial de la ONU solicitó a Noruega, sin éxito, detener las obras de construcción. Tres años más tarde y en un falló histórico, la Corte Suprema dictaminó la invalidez de las licencias otorgadas por el estado al violar el derecho de los pastores de renos sami al desarrollo de su propia cultura. Pero hasta la fecha, nada. Es lo que denuncia la principal pancarta en el acampe de Mihkkal: “Estaten bryter loven”, el estado viola la ley.

Fosen es un conflicto en desarrollo y que también escala.

“Es la juventud Sami quien lidera esta lucha”, me dice Katri. Se nota a simple vista. Mihkkal no supera los 22 años y a diario es visitado por otros jóvenes aún menores que él. También por activistas de la vieja escuela, como Katri. Mihkkal asegura estar preparado para una larga estancia fuera del Parlamento. Las redes sociales son poderosos aliados de su generación. Instagram, Tik-Tok y Twitter. En febrero de este año decenas de chicos y chicas bloquearon el acceso al Ministerio de Energía de Noruega. Y junto a ellos Greta Thunberg, la célebre activista ambiental sueca, que viajó a Oslo para unirse a las protestas. Fueron desalojados por la policía. Luego, cientos de manifestantes se reunieron en el exterior del Castillo del Rey, situado en una colina a pocas cuadras de Plaza Eidsvollsen. Se cumplían 500 días del fallo del máximo tribunal. Y 500 días sin respuesta del Estado. A los 700 Mihkkal dijo basta y se instaló en la plaza para no moverse más. Más que medidas de mitigación, él y quienes lo apoyan no aceptan que las turbinas sigan en pie y girando. Exigen sean demolidas y que los terrenos en Fosen sean devueltos a los Sami y sus renos. Nada de medias tintas. Como Somby en los ochenta.


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“Statkraft, ren energi”. Statkraft, energía limpia. Es lo que reza un gigantesco anuncio publicitario en la azotea de un edificio de Plaza Eidsvollsen. Su ubicación no es casual: pleno centro y a escasos metros de la sede del Parlamento. Por estos días el anuncio también es vecino de Mihkkal y su acampe, basta con girar la vista. “La protesta de los Sami es contra el estado, pero también contra Statkraft”, me dice Hernán Rojas, chileno residente en Oslo y activo miembro de grupos de apoyo a la causa indígena. Statkraft es la más grande generadora de energía renovable en Europa y propiedad del estado. También, a través de su filial Fosen Vind, es la responsable de los proyectos eólicos en Fosen y que ascienden, en inversión, a 11 mil millones de coronas. “Fosen no es cualquier proyecto, es el mayor parque de energía eólica de Noruega y probablemente de Europa”, comenta Hernán mientras charlamos un café. Una jungla de turbinas, líneas de transmisión eléctrica y caminos en zonas tradicionales de pastoreo Sami. “No es solo los renos, el principal problema radica en visiones de desarrollo incompatibles”, me dice. A su juicio, lo que queda en evidencia es el doble estándar de un estado “que posa de democrático y verde ante la comunidad internacional, pero viola derechos indígenas a diario”. “Es una doble moral que trasciende las fronteras de Noruega, lo sufren también los Mapuche en Chile”, agrega a continuación.


“La protesta de los Sami es contra el estado, pero también contra Statkraft”, me dice Hernán Rojas, chileno residente en Oslo y activo miembro de grupos de apoyo a la causa indígena. Statkraft es la más grande generadora de energía renovable en Europa y propiedad del estado noruego. También, a través de su filial Fosen Vind, es la responsable de los proyectos eólicos en Fosen.

Tiene razón. Statkraft, en la actualidad, opera en 21 países del mundo, uno de ellos Chile. Hablamos de una empresa global con inversiones repartidas en los cinco continentes y cuya forma de operar no pareciera diferir de las grandes multinacionales privadas. Bien lo saben en Litueche, Región de O’Higgins, donde la estatal noruega construye tres parques eólicos, Los Cerrillos, Cardonal y Manantiales, obras que el pasado 15 de septiembre el Tribunal Ambiental de Santiago ordenó paralizar al acoger diversos reclamos de vecinos de la zona. Entre los principales, “afectación a la salud de las personas producto de los efectos del ruido” y un “actuar de mala fe” de la estatal noruega al comenzar sus trabajos sin los permisos necesarios. Pero más allá de dicha paralización, lo cierto es que Litueche es el menor de los conflictos que Statkraft enfrenta hoy por hoy en Chile. Cuatro regiones más al sur, en territorio mapuche-williche, el caso del río Pilmaiken —bajo amenaza de tres proyectos hidroeléctricos en diverso estado de avance— ha llenado centenares de páginas en los diarios, crónica roja incluida, debido a la férrea oposición de las comunidades Mapuche. “Es el Fosen sudamericano de Starkraft”, me dice Hernán.




Liderados por la machi Millaray Huichalaf, las comunidades se oponen a la intervención del río y su consiguiente daño espiritual. Un choque de paradigmas culturales, de visiones de desarrollo, calcado al que la empresa enfrenta con los Sami. Pese a situarse en hemisferios opuestos del planeta, son luchas hermanadas en sus dolores, pero también en un amor común a la Tierra. Es lo que sintió la machi al visitar Noruega a comienzos de mayo, relata Hernán: respaldo político a su lucha, pero también mucho cariño de los colectivos Sami con quienes logró reunirse y forjar alianzas. “Se hizo una gran demostración frente al Parlamento donde la machi y los Sami interpelaron a la clase política noruega por el caso Pilmaiken. También visitó Fosen y las tierras afectadas por el parque eólico de Statkraft”, relata. A fines de agosto, una segunda visita incluyó una polémica retención policial de ella y su familia en el Aeropuerto Charles de Gaulle de París. Una curiosa “alerta” enviada por la Policía de Investigaciones de Chile (PDI) a Francia fue la causa me explica desde Chile Karina Riquelme, su abogada. Un “acto de discriminación” de la policía chilena que ya exigieron sea investigado por las autoridades, agrega “Son situaciones que sorprenden, propias de estados policiales, de persecuciones políticas de otros tiempos”, comenta por su parte Hernán mientras caminamos por el bello puerto de Oslo.

Él sabe de lo que habla. El año 1978 salió con lo puesto de Chile. Por su militancia de izquierda, era eso o la muerte. Detenido y torturado después del golpe militar, en Noruega rehizo su vida. Lo mismo miles de exiliados a quienes la solidaridad de este país abrazó de manera incondicional. No fue algo fortuito. 11 de septiembre de 1973. Mientras otras embajadas abren sus puertas a los refugiados, el entonces embajador de Noruega en Chile, August Fleischer, se niega a hacerlo. Su actitud enfurece al primer ministro Trygve Bratteli, del partido laborista, quien envía a Chile al veterano diplomático Frode Nilsen con la misión de abrir la embajada. Nilsen así lo hace. En poco tiempo convierte el segundo piso en albergue, logrando en un año sacar del país, rumbo a Noruega, a cientos de refugiados. En 1975 retornó a Chile, esta vez como embajador. Nunca detuvo su labor humanitaria y hasta hoy es considerado un héroe. “La solidaridad en aquellos años era una política de estado”, comenta Hernán con cierta nostalgia. ¿Qué te pasa hoy con Noruega?, le pregunto. “Es duro ver este cambio. Antes los noruegos exportaban solidaridad al mundo, hoy exportan capitales, megaproyectos y violación de derechos indígenas. No es la Noruega que me dio refugio”, concluye. 

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